martes, 8 de noviembre de 2016

EL LEGADO DE ATENA - Capitulo 57. El día más oscuro Parte IV

Elphaba de Perseo aguardó a que la maldición de Medusa transformara a su oponente en piedra. En todos sus años como custodio del tesoro mitológico, su efecto jamás había fallado, hasta aquel día en que el santo de Pegaso parpadeó, con un gesto tan incrédulo como el de ella misma bajo su máscara.
¡No era posible! Sólo los desdichados que habían perdido la vista eran inmunes a la maldición, pero no era el caso de Seiya de Pegaso quien enfrentó la mirada mortal de Medusa a una distancia tan corta.
La impresión de tal fenómeno mantuvo inmóviles a los combatientes, como si Giles hubiera congelado el tiempo dentro del templo de Aries para encontrar una respuesta a lo ocurrido. Sólo hasta que Seiya se impulsara lejos de la columna en la que intentó refugiarse es que todos salieron de su estupor.
El santo de bronce no pudo agradecer a los astros por su suerte milagrosa, pues en aquel desplazamiento su cuerpo fue paralizado por una agónica punzada proveniente de su corazón.
¡No! ¡¿Justo ahora?!…¡Este no es el momento! —pensó aterrado, aguantando la necesidad de oprimirse el pecho que delataría su repentina debilidad.
— ¡Imposible! —clamó Elphaba, manteniendo la distancia de su enemigo—. Nunca antes había atestiguado que el poder de Medusa fallara de esta forma… ¿pero por qué?  ¡No, debe haber un error!— se convenció de inmediato, lanzándose sobre el santo de Pegaso.
Seiya contuvo los golpes de Elphaba con sus antebrazos, obligándose a retroceder. Sin detenerse, la amazona activó la máscara de Medusa en pleno combate cuerpo a cuerpo, la terrible máscara cobró vida y mantuvo sus párpados abiertos.
Por reflejo, Seiya cerró los ojos y a ciegas se defendió, siendo arrastrado por el torrente de meteoros que salieron del puño de Elphaba.
El santo cayó de espaldas, mas el dolor que nacía del interior de su pecho opacaba cualquier otra sensación. Rodó un poco para descubrir que su cuerpo continuaba siendo de carne y hueso para frustración de sus oponentes.
Seiya miró a Elphaba, cuya cabeza se había transformado en la de la legendaria bestia de la mitología, con serpientes negras en vez de cabello oscuro y afilados colmillos sobresaliendo de entre sus labios.
Es un milagro —escuchó de ella pese a que la boca  en su rostro no se moviera acorde a sus palabras—… Por algo usted es el santo de la esperanza.
El cuerpo de Elphaba comenzó a temblar frenéticamente, cubriendo su rostro deformado  con ambas manos. —Y es por ello que no puede morir... no aquí… no así… ¡Maestro, tiene que matarme! —gritó, encorvándose como si su cabeza pesara mucho más de lo que su cuerpo era capaz de sostener.
¡Elphaba! —la reprendió Giles.
— ¿Pero qué estás diciendo? —Seiya pudo levantarse tras impulsarse en el suelo, contrariado por el repentino cambio en la amazona.
¡Usted no debe morir, pero terminaré haciéndolo porque eso… eso es lo que nos han ordenado! —Elphaba dijo, abatida por el dolor que taladraba su mente—. ¡Todo es culpa… del santo de Géminis, él… él nos ha corrompido con su maldad…! ¡No hay nada que podamos hacer para desobedecerlo… sólo morir!
¡No puede ser! —Seiya creyó que al fin lo había descubierto, y en un instante vinieron a él recuerdos que le permitieron darle un nombre a la maldición que desató la locura en el Santuario—. El Satán Imperial —musitó, apretando las mandíbula por la rabia que volvía a fluir por su ser.
— No sabe las atrocidades que he sido obligada a hacer…. Yo… yo… debe matarme, sólo así es que todos a los que he convertido en piedra volverán a la normalidad… —explicó, dando gemidos de sufrimiento mientras se sujetaba la cabeza con desesperación—. Giles no me deja morir… ¡Nunca lo hará! ¡Usted es el único que puede hacerlo, ahora!
El cosmos de Elphaba estalló con violencia, cesando su voz y cualquier vestigio de voluntad, su cuerpo había sido completamente poseído por la obediencia que le debía al hombre que hechizó su mente.
La amazona de Perseo se estrelló contra los brazos del santo de Pegaso cuando este los alzara para defenderse, mas la mujer ejecutó sagaces movimientos que terminaron por romper la defensa de su rival.
Ahogado por la opresión en su pecho, Seiya fue empujado por la potencia de su enemiga, recuperándose justo a tiempo para eludir un ataque diferente que alcanzó a partir en dos su casco. Una herida se abrió en su frente, de la que brotó la sangre que por instantes cegó su ojo izquierdo.
La amazona de Perseo había creado con su cosmos una espada de diseño antiguo, pero dueña de un filo resplandeciente. Apuntó a su maestro con ella y aguardó en posición de esgrima.
Seiya reconoció la técnica de la Espada de Perseo, inspirada en el arma que el héroe de la antigüedad empleó para destruir a cada una de las bestias mitológicas que enfrentó en vida. En otras circunstancias Seiya no temería, más ahora que la velocidad de la amazona igualaba la suya con la ayuda del santo de Reloj, todo podría decirse en el siguiente ataque.

Antes su convicción estaba clara, pero al descubrir que los santos de plata eran víctimas del Satán Imperial todo cambió. Sólo había dos opciones, asesinar a Elphaba… o permitir que ella lo matara.
En otro momento la segunda opción no habría siquiera cruzado por su mente, pero al sentir que segundo a segundo se le dificultaba más el siquiera respirar, debía decidir qué era mejor: si preservar la vida de un santo enfermo que podría no ser capaz de continuar en la lucha tras el final de este combate, o la de una joven con potencial para salvaguardar el futuro del Santuario. Existían muchas otras cosas que considerar, claro, pero no había tiempo, fue evidente cuando Elphaba ladeó un poco la espada en sus manos.
El dolor en su pecho se volvió insoportable, Seiya se tapó la boca cuando comenzó a escupir sangre y saliva. En el momento en que su vista se descuadró, tomó la decisión que creía correcta...
Elphaba se precipitó hacia su maestro, lanzando una estocada a su corazón. El santo de Pegaso apartó los brazos con los que protegía su pecho y al cerrar los ojos pensó en una sola persona: — Perdóname, Shaina.




Capítulo 57
El día más Oscuro, parte IV

Grecia, Santuario de Atena.

En las sombras del Coliseo, Shai de Virgo y Jack de Leo se reunieron. Para Jack fue una sorpresa recibir tal solicitud en medio del caos, pero no pudo negarse al llamado de la amazona quien juró era caso de vida o muerte.
La escuchó atentamente, por lo que fue obvio su sobresalto y negación. — ¡No puedes estar hablando en serio!
— No he hablado más en serio en toda mi vida —aseguró la mujer de cabello oscuro—, hemos sido engañados. Albert de Géminis inició una rebelión en el Santuario, es respaldado por la mayoría de los santos de plata y ha asesinado al Patriarca.
Jack cerró los puños con frustración.
— La palabra de Aristeo de la Lyra debió bastar, pero así como tú, tuve mis dudas y tenía que confirmar los hechos —la amazona explicó—. Los espíritus que aún revolotean libremente por el Santuario me lo han corroborado, no fue fácil encontrarlos, pero a través de ellos pude ver algunas de las tragedias que han venido ocurriendo desde hace tiempo…
— Es imperdonable —Jack susurró, pesando en él la vergüenza de haber sido burlado—. Entonces ¿qué es lo que debemos hacer? ¿Cómo estar seguros de en quien podemos confiar?
— Lamento decir que no tengo la respuesta.
— ¿Qué te hizo confiar en mí? —el santo de Leo deseó saber, esperando no sonar desconfiado.
La mujer aguardó unos segundos antes de responder—: Mis habilidades me permiten descubrir los secretos más oscuros de una persona. Eres un buen hombre Jack, no necesité usar mis poderes para saber eso. Viniste aquí confiando en mi palabra y en ese lapso pude ver la claridad de tu alma.  Nunca creí necesario tener que emplear tal don en mis propios camaradas… pero supongo que la maldad puede crecer incluso en un lugar santo como este —dijo, con decepción.
— La maldad está en todos Shai —comentó el santo, recordando las duras palabras de Nauj de Libra—, pero somos más quienes optamos por seguir el camino de la rectitud que aquellos que eligen lo opuesto. Sé cómo debes sentirte, pero en el caso de que seamos los únicos que estamos fuera de las maquinaciones de Albert, debemos decidir qué hacer.
Shai asintió. — Es posible que nos tenga en la mira, e intentará utilizar la conmoción del momento para eliminarnos.
— No pienso darle esa oportunidad —Jack aseguró—. El tiempo apremia y considero que es mejor que lo desenmascaremos de una buena vez, antes de que la situación se vuelva irreversible.
— No creo que sea prudente que hagamos esto solos —confesó Shai, pensativa—. Es posible que Albert no sea el único santo de oro al que debamos de enfrentar.
Aunque todo indique lo contrario, la verdad es que no están solos —escucharon de una tercera voz que los tomó completamente desprevenidos.
Ambos alzaron la vista hacia el cielo un poco nerviosos, donde vieron a un hombre descender cual ave, pues de su espalda crecían dos alas gigantescas con las que planeó y aterrizó dentro del Coliseo. Aunque los rayos del sol lo golpeaban, la maldición parecía no tener efecto en él.
— Tú eres... —Jack quiso recordar.
— Un Oficial de la aldea apache —Shai lo reconoció—. Si no me equivoco eres el mismo shaman que visitó al Patriarca poco antes de que todo esto comenzara.
— Y aquel que reparó las armaduras doradas —completó el santo de Leo.
El hombre enmascarado y de ropa ceremonial desvaneció sus alas espirituales antes de hablar—: En efecto, pueden llamarme Kenta.
— ¿Qué es lo que haces aquí? Creí que te habías marchado —la amazona cuestionó con desconfianza.
Eso quiere decir que hice bien mi trabajo —respondió el hombre con máscara tribal—. Pero descuiden, si permanecí aquí fue por órdenes del Shaman King.
— ¿Con qué motivo?— preguntó el santo de Leo.
Al principio ni siquiera yo lo sabía. Cumplí con mis encomiendas oficiales, para después permanecer como mero espectador, con la prohibición de intervenir hasta que el señor Asakura diera la orden. En el lapso, fui testigo de diferentes eventos que han encaminado todo hasta este momento.
— ¡Típico de ustedes! —reclamó Shai con severidad—. ¿Significa que sabías de la rebelión y aun así no alertaste a nadie? ¿Cómo se atreven a llamarse nuestros aliados si sólo han demostrado ser unos cobardes?
¿Me habrían creído sin haber comprobado con sus propios ojos la verdad? —el shaman cuestionó con tranquilidad, sin recibir una respuesta inmediata—. Yo mismo no comprendo a mi señor, pero su desaparición y su silencio han terminado —explicó—. Llegó el momento de cumplir con la alianza que por generaciones se ha mantenido con la diosa del Santuario y con el mundo entero. Es por ello que me pidió permanecer aquí, y al resto de mis compañeros dispersarse a otras regiones del mundo.
De repente, un leve temblor comenzó a sentirse dentro del Coliseo, pero no sólo allí, sino por toda Grecia. Las vibraciones, aunque inofensivas, era notorias para todos los que moraban la región.

¡Contemplen! —el shaman señaló cómo a lo lejos, entre las mesetas montañosas que rodeaban al Santuario, comenzó a elevarse algo.
A la vista era difícil de creer, una visión irreal de un ser gigantesco emergiendo de las montañas como si hubiera estado durmiendo bajo ellas por miles de años. Lentamente su cuerpo liso, semejante al humano pero al mismo tiempo diferente y sin distinciones de género, se alzó en dos piernas, resaltando por el contraste del color del cielo con su cuerpo totalmente amarillento. Ante él Grecia era un pequeño campo de juegos, y los humanos que lo miraban hormigas. De su cabeza crecían grandes crestas redondas, tenía un pecho ancho y torso plano, sus brazos eran tan largos como sus piernas y en su rostro sin nariz y boca, tres óvalos brillantes como esmeraldas alineados en forma de un triángulo marcaban lo que eran sus ojos. La criatura bien podría pasar por uno de los titanes que se describen en las leyendas.
El santo de Leo y la amazona de Virgo aguantaron por un momento la respiración, preguntándose si aquello era en verdad algo benéfico a su causa o un problema más. De él se percibía una gran presencia, mas poseía un aura neutral al ser una fuerza de la naturaleza que desconocía la malicia y que sólo seguía una instrucción.
Entonces, aquella entidad comenzó a encorvarse sobre el Santuario, como si fuera a aplastarlo con toda su inmensidad. El sobresalto y el pánico fue general, mas quedaron atónitos cuando el coloso apoyó sus manos afiladas en la tierra y permaneció así, como un arco que cubría no sólo el Santuario sino también el pueblo aledaño.
Cuando sus manos se posaron en la tierra hubo un último y estruendoso temblor. Fue entonces en que Jack se percató de algo, pues aunque aquel gigante cubría el cielo sobre ellos no proyectaba una sombra que oscureciera la zona. Motivado por la curiosidad, Leo cruzó la línea que dividía la luz de la sombra y se permitió ser golpeado por lo rayos del sol. El santo esperó ser atacado por la incómoda sensación de la maldición solar, pero no fue así. Shai lo imitó, manteniendo la vista en el cielo sin dejar de admirar aquella cúpula sobrenatural.
— ¿Qué… qué es eso? —Jack preguntó al shaman quien los miró de frente.
— Su cuerpo… es como si funcionara como un filtro que nos protege de la maldición del sol —intuyó Shai, impresionada.
Uno de los grandes espíritus de la Tierra no sólo se ha manifestado aquí para brindarles su protección, sino también en otras partes del mundo —Kenta explicó.
— El espíritu de la Tierra —repitió Jack, mirando el rostro impávido del inmóvil coloso.
Todos los miembros de mi tribu se han dispersado por órdenes del señor Asakura, ellos se encargarán de orientar a los afectados y contener a los malditos hasta que frene la maldición —el shaman prosiguió—. Por lo que pueden estar tranquilos y enfocarse en una sola cosa: enfrentar al hombre que los ha traicionado.
— Estupendo —Jack dijo, entusiasmado.
Pero antes de que se marchen, debo advertirles que hay más de un invasor que ha aprovechado la situación para entrar a su fortaleza, por lo que no sólo deberán enfrentar a santos rebeldes, sino otros peligros.
— ¿Nos ayudarás? —preguntó la amazona.
Si buscan apoyo en la batalla puedo hacerlo, sin embargo creo que puedo hacer algo mejor por ustedes —aclaró, señalando hacia un punto en el horizonte fuera del Coliseo—. Por allá encontraremos a un compañero de lucha más acorde para su equipo. Síganme.

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Explanada del Templo de Atena.

La Patrono Hécate, contempló preocupada al inmenso espíritu que se manifestó sobre el Santuario. Como antigua adepta al culto de Gaia, sabía que el espíritu de la Tierra sólo puede ser invocado por el Shaman King, lo que significaba que el enfrentamiento entre Yoh Asakura y Avanish estaba muy cerca.
Intentó explicárselo a Albert, a quien acompañaba en las afueras del Templo de la diosa Atena.
— ¿Crees que nos atacará llegando el momento? —cuestionó el antiguo santo de Géminis.
— No —respondió, segura de su respuesta—. Un Shaman King sólo utiliza la fuerza de los espíritus ancestrales para mantener el equilibrio y proteger a la humanidad… Jamás se arriesgará a volver a perderlos, pues sin ellos el mundo podría destruirse.
— Es bueno saberlo —añadió Albert, a la sombra de la estatua de la diosa—. Lo que significa que podemos seguir con nuestros asuntos —dijo, volviéndose hacia la mujer—. ¿Es eso a lo que has venido, no es cierto? El señor Avanish no necesitaba enviar a ninguna emisaria, pienso cumplir mi parte del trato. ¿Acaso desconfía de mí?
Hécate frunció el ceño. — El señor Avanish podrá tolerar tu comportamiento y aceptarte como un aliado, pero dudo que esté contento con lo que le hiciste a Iblis.
— Iblis murió en la batalla —Albert respondió con una sonrisa irónica—. El santo de Libra se encargó de ello, ¿por qué es tan difícil de creer? Él era débil, y lo sabes.
Hécate no tenía pruebas, pero le era evidente que la muerte de Iblis de Nereo no fue como Albert relató. Saber lo ocurrido en una batalla que se efectuó en el plano astral no estaba dentro sus posibilidades, pero desconfiaba de un hombre que por ambición es capaz de traicionar a sus amigos y a su propio mentor. Por ello, decidió viajar al Santuario y asegurarse de que las cosas se llevaran a cabo según el convenio.
— Débil quizá, pero leal y genuino, a diferencia de ti —Hécate añadió.
— Soy parte de este juego, te guste o no —Albert dijo sin esforzarse por fingir mejor su mentira—. Que el señor Avanish me juzgue al final de todo esto si es lo que quieres, pero creo que podré ganarme aún más su favor con este regalo.
En ese momento, Adonisia de Piscis apareció caminando por la explanada, cargando bajo sus brazos dos cuerpos pequeños, los cuales arrojó con cierto cuidado a los pies de Albert y la Patrono.
Hécate sintió pena por ese par de niños. El más pequeño permanecía inconsciente, mientras que el mayor se aferraba a la conciencia pese a los temblores de su cuerpo. Arun levantó un poco la cabeza, cerrando el ojo derecho por el paso de un hilo de su propia sangre resbalando de su frente golpeada.
— Intentaron escapar de los guardias —explicó con burla la amazona, a quien aún le costaba creer el relato—, la niña lemuriana los tomó por sorpresa pero sólo fue un descuido.
Albert avanzó hacia los pies de la gran estatua de Atena donde estaba un pequeño pedestal, y sobre él una caja de madera fina con adornos dorados. La abrió despacio y de ella extrajo su contenido, manteniéndose de espaldas a las mujeres.
— El señor Avanish exige las vidas de estos infantes, y yo se las daré. Según entiendo, la Áxalon es una espada especial que forjó para asesinar a los mismos dioses, pero el Santuario tiene sus propios medios para acabar con un dios —comentó al girarse y mostrar una daga dorada en su mano—. Sé que jamás me confiarían su preciado tesoro— sentenció, empleando sus poderes para hacer levitar al mayor de los dos niños, atrayéndolo hacia él y sujetándolo por el cuello de su túnica—, pero descuida, no lo necesitaré.

Arun no tenía forma alguna de resistirse, por lo que sólo atinó a colgar de la mano de Albert y cerrar sus manos sobre su muñeca. En su mente sólo había confusión y miedo, pues la  pesadilla no terminó aquel día en que sus padres murieron por defenderlo, la muerte lo encontró de nuevo y esta vez nada ni nadie estaba allí para salvarlo.
Aguantó las lágrimas en sus ojos, es lo menos que podía hacer ante aquel que iba a asesinarlo, pero en el fondo no paraba de llorar y suplicar por ayuda, un milagro.
Arun cerró los ojos y esperó, reprimiendo un gemido de terror involuntario cuando escuchó una tonada en el aire. ¿Acaso era el harpa de un ángel del cielo lo que escuchaba?... Sí, lo era, pero no uno que estaba allí por su bien.

Albert, Adonisia y Hécate miraron hacia un extremo de la explanada en cuanto sus sentidos fueron alcanzados por una pacífica melodía.
Arun abrió un poco los ojos, curioso por la demora de su ejecución y el sonido del arpa. Para su infortunio, el niño reconoció de inmediato al arpista como uno de los asesinos que destruyeron su hogar.
Albert bajó un poco al chico, tanto que le permitió volver a pisar el suelo. Él también reconoció al recién llegado, se trataba del mismo sujeto que por poco asesinaba al santo de Acuario en Asgard: un ángel del Olimpo.
— Eres tú de nuevo —Albert llegó a decir, intrigado y a la vez alerta.
El ángel detuvo su andar, así como el paso de sus dedos por las cuerdas del instrumento musical. — ¿Es una coincidencia o un obsequio el que encuentre al hombre que me humilló con anterioridad justo al lado de la presa a la que he venido a reclamar? —cuestionó con inquietante calma mientras una sutil sonrisa se dibujó en su cara—. Pero esto es inesperado, los Santos y los Patronos, ¿unidos? —dijo mirando a cada uno de los presentes—. Esto elimina cualquier posibilidad de salvarse de la ira de los dioses.
— Adalid del Olimpo, no vengas son prejuicios cuando ustedes mismos carecen de moral. ¿Crees que mi señor no conoce sus propósitos? —Hécate se adelantó, soberbia—. No hemos olvidado las veces que nuestros caminos se cruzaron y los hicimos retroceder. Tenemos los mismos blancos, sí, pero ustedes no buscan un cambio, sólo codician el poder que las almas de otros dioses le brindarán a su señor.
Adonisia se sentía la única fuera de la conversación, pues al mirar a Albert sospechó que su nueva posición como Patrono le permitía conocer la  historia completa entre ambas facciones.
— Retirarnos fue una estrategia necesaria para mantener nuestra presencia en la Tierra desapercibida —el ángel explicó—. Pero ahora que los humanos han profanado la magnánima fuerza del sol para liberar a los engendros de la estirpe de Nyx, somos libres de actuar sin ningún tipo de restricción. Esta vez no hay razones para ocultarse, ni para zanjar una batalla.
Debe ser alguien muy fuerte si cree que puede luchar contra tres de nosotros —pensó Adonisia al contemplar al hermoso guerrero del Olimpo de armadura platinada.

Ante la situación, y de manera silenciosa, Albert precipitó la daga dorada contra el cuello de Arun. Jamás permitiría que el ángel cumpliera su cometido, ¿por qué retrasar algo que ya había decidido? Confiaba en que la daga de oro que tomó de Star Hill pudiera cumplir la misma función que la Áxalon de los Patronos, después de todo, era la misma arma  con la que Saga de Géminis intentó eliminar a la infanta Atena en el pasado.
Pero no fue así de fácil, como si alguien hubiera anticipado su intención, un resplandor fugaz golpeó su mano armada. El zohar que cubría en gran parte su mano evitó que perdiera toda la extremidad, aunque tres de sus dedos fueron cercenados por el resplandeciente proyectil.
Todos miraron una flecha dorada clavarse en el suelo, al mismo tiempo en que la daga de oro giró por el aire, cayendo hacia el vacío de las montañas.
— ¡La siguiente irá directo a tu cabeza, Albert de Géminis! —clamó una voz masculina.
Albert fue el primero en mirar al arquero de dorada armadura que  le apuntaba con una de sus flechas sagradas.
— ¡Asis de Sagitario! —Albert masculló, con un rictus de furia y dolor.
Arun no pudo evitar soltar un gemido de alegría al ver al santo de Sagitario allí. El niño no tenía idea de lo cerca que estuvo de ser apuñalado, pero fue la puntería divina  y el arribo de su protector lo que le evitó tal final.

El santo de Sagitario mantuvo tensa la cuerda de su arco, en su mirada era claro que lo único que detenía su siguiente tiro era el escudo humano en que su protegido se había convertido para Albert.
Adonisia estaba igual de sorprendida, Asis de Sagitario debía permanecer atrapado en las mazmorras del Santuario una vez que los santos de plata destruyeran el único acceso, ¿cómo fue que escapó?
Pese a no aparentarlo, Asis tenía bien ubicados a todos los presentes en el campo de batalla, por  su distribución estaba seguro de que ante cualquier reacción podría fulminar al traidor de un solo disparo, algo que esperaba el mismo Albert leyera en su mente para que mantuviera a todos inmóviles.

Pese a la conmoción, Hécate no apartó la vista del ángel y éste tampoco de ella. Sólo la amazona de Piscis estaba libre de poder actuar, pero no lo hizo, en el fondo parecía divertida con la interesante escena. Le intrigaba saber cómo es que Albert se libraría de tal situación.
— Ya veo, así que escapaste gracias al milagroso derrumbe que ocasionaron los terremotos —Albert aseguró tras haber leído la mente del santo de Sagitario, cerrando la mano ensangrentada de la que había perdido sus dedo meñique, anular y medio. El dolor se podía ocultar con facilidad, pero la ira era algo diferente.
— Suéltalo ahora —Asis ordenó con la frialdad de un asesino.
Albert sonrió, recuperando un poco su temple habitual. — Por supuesto —fueron sus palabras antes de lanzar al chico hacia el vacío detrás de él.
Asis soltó la flecha dorada sólo para retrasar por un instante la respuesta de cualquiera de los enemigos presentes, ventaja que empleó para lanzarse en salvación de Arun.

El niño soltó un alargado grito durante su caída,  hasta ser alcanzado por Asis, quien lo sujetó con fuerza. La velocidad de la caída disminuyó un poco cuando las alas de la cloth de Sagitario se abrieron y le permitieron al santo volar.
— ¡Señor Asis, vino a salvarme! —Arun exclamó de felicidad, pegando su rostro contra el pecho del santo dorado, manchándolo con sus lágrimas y su sangre.
— Aún no estamos fuera de peligro —le indicó con un gesto serio, pues muy cerca de ellos una silueta venía en su persecución.

El santo revivió los acontecimientos de aquel día en que huyó de tres ángeles para proteger a Arun. Aunque ésta vez sólo era uno el que lo perseguía, sentía el mismo peligro y ansiedad. Sabía bien que si repetía las mismas acciones todo terminaría igual, incluso peor. Tras volar por varios kilómetros entre las montañas, aterrizó para encarar a su enemigo, colocando al niño detrás de él.
Su persecutor bajó la velocidad de vuelo y descendió lentamente en la cercanía.
Pese a que sufriste graves heridas te las ingeniaste para sobrevivir, santo de Sagitario —dijo el ángel de cabello dorado—. Los de tu clase son sorprendentes, poseen un alma tenaz que dificulta a las mismas Moiras tejer el final de sus historias.
— Te recuerdo bien —respondió Asis, alerta, como si esperara que el resto de los que se encontraban en el Templo de Atena aparecieran en cualquier momento—. Parece que estamos condenados a concluir la lucha que quedó pendiente.
Eso me temo, y a la vez me alegra. Tu intrusión aquel día nos costó la deshonra ante nuestro señor, por lo que eliminarte será una expiación que he anhelado desde entonces.
— ¿Pelearás solo? —Sagitario cuestionó con un deje de soberbia.
No necesito la ayuda de mis hermanos para cumplir con esta tarea, y algo me dice que los mortales que dejamos atrás no intervendrán por ahora —indicó, pues sólo él se movilizó cuando el niño fue lanzado de la plataforma—. Sé que no dejarás que cumpla mi misión mientras la vida palpite en tu pecho, y mis órdenes son llevarme al niño con vida, por lo que nos haré un favor a ambos y permitiré que se haga a un lado para que busque refugio.
Asis desconfió, mientras que Arun se mantuvo detrás de su protector escuchando todo.
— ¿Cómo saber que no es una artimaña? —el santo preguntó.
¿Preferirías pelear con él a cuestas? —dijo el ángel con infinita paciencia—. Eso dificultaría la batalla para cualquiera de los dos, por lo que es la única oportunidad que sé podrás razonar y aceptar. Sé que la traición y la desconfianza son parte de la naturaleza humana, pero aunque sea tu enemigo soy un guerrero de honor —aclaró con honestidad.
Asis luchó para convencerse de que todo era una sarta de mentiras, pero nada en la expresión del ángel le permitió dudar de su palabra. Dio un corto suspiro antes de hablarle a su protegido. — Arun, necesito que busques un lugar seguro y te ocultes allí.
— ¡Pero…!
— ¡No es una petición, es una orden! —Sagitario dijo con severidad—. Te prometo que cuando esto termine iré a buscarte. Ahora ve. Estás en peligro si permaneces a mi lado.
Arun iba a reprochar más, pero cuando el santo de Sagitario le devolvió una mirada suplicante sólo apretó los labios y se marchó corriendo sin estar seguro de a dónde.
— ¿Qué diría Atena si viera que uno de sus propios Santos lucha por la vida de otro dios? —dijo el ángel, observando al niño correr en su intento por encontrar dónde refugiarse.
— No conozco a la diosa del Santuario —Asis respondió con crudeza—. Pero si es la mitad de lo que todos profesan, no creo que proteger la vida de un inocente esté fuera de sus preceptos.

Una vez que Arun se perdió de la vista de ambos, fue la señal que tomaron para dar inicio a la batalla.

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Albert cauterizó la herida en su mano para que dejara de sangrar. Intentó ocultar su malestar, pero sus cejas fruncidas temblaban a la par de su indignación.
Adonisia caminó un poco por la explanada, agachándose para desclavar la flecha dorada que quedó en el suelo. La miró con curiosidad antes de preguntar—: ¿No deberíamos seguirlos? —golpeando levemente la punta de la flecha sobre su máscara dorada.
— Uno destruirá al otro —el peliazul estaba convencido de ello, bajando la mano en un intento por olvidar que había perdido tres de sus dedos—. En el mejor de los casos se destruirán mutuamente.
— No subestimes a un ángel del Olimpo —recomendó Hécate, quien alzó del suelo al príncipe de Asgard con la amabilidad propia de una madre—. Ya lo escucharon, su presencia es la señal del fin. Después de todo el Shaman King fue incapaz de contener la ira de los dioses.
— Suena a que es algo que previeron… o que esperaban —comentó Albert, sin temor a la posible aniquilación de la humanidad.
— El señor Avanish estará complacido, al fin podrá tener lo que ha anhelado por mucho tiempo —la Patrono dijo en voz baja, recordando esos momentos en que encontró al agónico primer Shaman King, quien entre delirios clamaba por una sola cosa—: venganza.
— ¿Venganza? —repitió la amazona dorada, alertando a Hécate lo que sus labios dejaron escapar de manera inconsciente.
— Debemos prepararnos —la Patrono intentó dejar su descuido atrás—. Ahora que has perdido tu preciada daga, Albert, seré yo quien me encargue de este niño. ¿Crees que podrás recuperar al que se te escapó de las manos? —preguntó con tono de burla.
Antes de que el hombre pudiera dar una respuesta, las ondulaciones de un cosmos violento atrajo la atención de todos.
Miraron curiosos hacia el templo del Patriarca, de donde escucharon una trifulca de choque de acero, gritos agónicos y puertas destrozadas, seguido de los presurosos pasos que hicieron eco en las escaleras que desembocaban a aquella explanada.

Allí, con la respiración agitada, una lanza en mano y la ropa salpicada con sangre que no le pertenece, la reina regente de Asgard, Hilda de Polaris, arribó al templo de Atena.
Sorprendida, Adonisia musitó—: Si ella está aquí significa…
— Perdimos a Elphaba —completó Albert, consciente de que ordenó a la amazona utilizar los poderes de la máscara de Medusa sobre Hilda y otros más. La asgardiana no era una amenaza por la cual sentir temor, en cambio, se preocupó más en intentar descubrir quién había sido capaz de derrotar  a la amazona de Perseo y al santo del Reloj. No importaba si Elphaba estaba muerta o si se liberó de la influencia del Satán Imperial, había confiado en que las habilidades combinadas de ambos guerreros podrían competir con la destreza de alguno de los otros santos de oro.

Hilda miró a todos los allí reunidos, y aunque no podía conocer la verdadera situación a la que se enfrentaba, entendía que ellos tres eran sus enemigos y sólo dos cosas importaban: salvar a su hijo y encontrar a su esposo.
La dama de Polaris apuntó la lanza con valentía hacia la Patrono. — Devuélvemelo —fue la orden que no sólo transmitieron sus labios, sino su mirada y cosmos frío.
Su último recuerdo fue la traición, pues la amazona plateada la hechizó convirtiendo su cuerpo en piedra; cuando despertó del maleficio y fue capaz de ponerse en pie, sus sentidos le contaron lo necesario, despertaron su furia, y en cuanto fue capaz de armarse con la lanza del primer soldado que intentó detenerla, no dudó en actuar como una autentica hija de Odín para abrirse camino hasta allí.
Como madre, Hécate la entendía y compadecía, pero nada más. Lo único que podía hacer por ella era ahorrarle una dolorosa batalla, por lo que intentó desaparecer del lugar tal cual era su costumbre, mas esta vez Hilda lo anticipó y apuntó su mano hacia ella sin que su cosmos dejara de brillar.
La Patrono la miró sorprendida, pues sintió que de alguna manera, la sacerdotisa de Odín impedía que se marchara sólo manteniendo la mano empuñada.
— No escaparás —fue la advertencia de la mujer de cabello plateado—. Tú heriste a mi esposo, y ahora quieres llevarte a mi hijo. ¡No lo permitiré! —sentenció.
Hécate resintió una escalofriante presión en su cuerpo pese a la protección de su armadura. Cualquier desalmada habría utilizado al niño como escudo para menguar la fuerza de su oponente, mas Hécate no era esa clase de mujer.
La Patrono lanzó una discreta mirada a sus aliados y estos permanecieron distantes, claramente eligiendo ser sólo morbosos espectadores. Chasqueó los dientes, molesta por la situación,  por lo que decidió combatir. Su cosmos esmeralda la cubrió, repeliendo el poder de la sacerdotisa y dirigiendo su propio cosmos contra ella.
El vendaval de energía llevó a la asgardiana a doblarse un poco hacia atrás, mas como si tomara fuerza de la rudimentaria lanza en sus manos logró mantener una postura de batalla. Ese leve instante de desequilibrio fue empleado por la Patrono para enviar al pequeño príncipe lejos de allí.
Hilda se conmocionó al verlo desaparecer de las manos de su enemiga, imaginando lo peor. Sus pensamientos caóticos reaccionaron con su cosmos, brindándole una potencia jamás vista en ella, ni siquiera cuando la sortija de los Nibelungos despertó sus sentimientos más perversos. Corrió hacia Hécate y dirigió la punta de la lanza contra su pecho.
La Patrono realizó el mismo movimiento con la palma de su mano abierta, la cual respondió como un escudo contra el que  la lanza se impactó generando un ensordecedor estruendo.

— Ingenua, ¿crees que tu insignificante arma podrá hacerme algún daño? —Hécate preguntó, al ver como la débil madera comenzaba a astillarse—. Aplaudo tu arrojo, no demostraste tal poder en Asgard, pero sé exactamente la razón de este cambio. Tus sentimientos de madre te han permitido dar este salto, respeto eso, mas no significa que te dejaré interponerte en mi camino.
En el espacio existente entre la punta de la lanza y la mano de la Patrono, comenzaron a generarse centellas que poco a poco deformaron la bella arquitectura del lugar. Ninguna de las dos mujeres retrocedía o superaba a la otra, por unos segundos sus poderes parecían iguales.

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— ¿No deberíamos hacer algo? —Adonisia preguntó de nuevo a Albert mientras observaba el enfrentamiento. La amazona notó que el antiguo Géminis parecía distraído y atento en algo más lejos de ahí.
— No desperdicies tus fuerzas… algo me dice que las necesitaremos pronto —el hombre respondió, mirando con sorna hacia las doce casas.
— Descuida, no lo haré. —La amazona de Piscis tomó aquello como el permiso que necesitaba para actuar.

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— Me pregunto si tu fuerza mermará al decirte que tu hijo vive, sólo lo envíe a un lugar donde estará a salvo… y donde no tenga que ver a su madre muerta al despertar —Hécate dijo, en un intento por ganar ventaja.
Pero la fuerza de Hilda no vaciló, incluso avanzó, obligando a Hécate a plegar su brazo a su costado. La Patrono volvió a sorprenderse, sólo para fruncir el entrecejo y acabar con la esperanza de su rival.
El cosmos esmeralda de Hécate se alzó con un zumbido explosivo, obligando a Hilda a tener que arrodillarse para resistir la contienda y no ser pulverizada.
La lanza se astillaba sin control, pronto de ella no quedaría nada, sin embargo la reina asgardiana mantuvo dignidad y fuerza sosteniéndola, como receptáculo de todo su poder.
— Sería una deshonra para mis ancestros morir de esta manera… Por lo que me niego a sucumbir ante ti. ¡Los Patronos no volverán a humillar a la casa de Odín! —clamó, al mismo tiempo que Hécate liberó más de su poder contra la sacerdotisa, sintiéndose victoriosa cuando escuchó la lanza romperse y todas las astillas se volvieron polvo.
Y aún así, las manos de Hilda no quedaron vacías, como si el cosmos de la Patrono sólo hubiera destruido el cascaron en cuyo interior se encontraba la auténtica lanza de la reina de Asgard.
Con un brillo de divinidad, la lanza negra se abrió paso por la cosmoenergía agresora, ascendiendo peligrosamente hacia el rostro de Hécate que no cabía en su asombro.
La mujer de armadura de jade evadió la muerte sólo por un leve impulso, pero no por ello se libró del dolor cuando la punta de la lanza negra alcanzara su mejilla izquierda y continuara su ascenso, cortando la piel, el pómulo, su ojo, rasgando parte de la frente hasta separar el casco de su cabeza.

Hécate quedó confundida por el olor de la sangre y la cantidad que salpicó en el aire. La presión del ataque la elevaron por encima de la estatua de Atena, dando un fuerte grito por el dolor lacerante.
Abajo, Hilda permaneció con un semblante victorioso. En tan simple herida encontró una satisfacción inexplicable que mantenía su corazón acelerado y ansioso. Gracias a la adrenalina que fluía por sus venas, sus sentidos estaban completamente enfocados en el campo de batalla, y sólo por eso es que fue capaz de anticipar que alguien estaba por atacarla por la espalda.
El instinto milenario de la sangre asgardiana en su ser, llevaron a Hilda a girar e interponer la lanza negra sobre la que rebotaron un sin número de destellos, los cuales rasgaron la ropa y la piel de sus brazos.
En contra de lo pensado, aquellas ráfagas cortantes no provenían de la amazona de Piscis ni del santo de Géminis, sino de un enemigo mucho más terrible para sus ojos.
— ¡¿Bud?! —lo reconoció instantes antes de que la embistiera con su hombro, tumbándola al suelo.
Aturdida y confundida, la sacerdotisa de Odín permaneció en el suelo mirando a su esposo con ojos que hacían una simple pregunta: ¿Por qué?

El cuerpo vendado del dios guerrero de Mizar se mantenía un poco encorvado, como si le costara mantener el equilibrio, con una respiración agitada y agonizante, reflejo de una lucha que estaba perdiendo y en la que nadie era capaz de intervenir.
En su pecho, la rosa amarilla de Hécate había desaparecido por completo, pero en su lugar se encontraba una mucho más radiante de color aguamarina. Sus fieros ojos habían perdido su tono característico, en cambio se habían tornado tan azules como los pétalos de la flor incrustada en su cuerpo. En la piel algunas de sus venas resaltaban por la energía turquesa que ahora fluía por su ser, como si se hubieran convertido en las raíces de la infame flor.

— No puedo hacer nada por devolverte a tu hijo, pero aquí está tu esposo, ¿no estás feliz? —dijo Adonisia de manera sarcástica, posicionándose a un lado del dios guerrero de Zeta. Con una simple señal de su mano abierta, Bud desistió de atacar.
— ¿Qué significa esto? —cuestionó Hilda, tratando de responderse ella misma. Aun en el suelo, sus manos se aferraban a la única arma con la que podía defender su vida —. ¡¿Qué es lo que le has hecho?!
— No es nada personal, reina de Asgard, pero debe de entender que mientras estudiaba el bello espécimen floreciente en el pecho de su consorte, elaboré mis propias semillas, las cuales he decidido poner a prueba aprovechando la situación.
La amazona de Piscis señaló a la mujer en el suelo, y al instante Bud de Mizar entendió aquello como  una orden. Sólo los primeros dos pasos del hombre pesaron en sus pies, el resto fue firme, desplazándose a gran velocidad, pero no la máxima que podía lograr, e Hilda lo supo al haber sido capaz de generar una barrera que evitó ser decapitada por las garras del tigre de zeta.
Hilda realizó el esfuerzo máximo por contener el avance de Bud, pero el conflicto de sus emociones le hizo perder la fuerza que momentos antes demostró, reflejándose en la inestabilidad del campo de fuerza.

Desde el aire, Hécate observaba mientras con su mano cubría su rostro herido. Delgadas lianas crecieron por debajo de sus uñas y gentilmente se entrelazaron hasta tejer un vendaje que detuvo el sangrado y parchó su ojo.
Parece que en un intento por replicar mi técnica, Piscis ha creado una nueva especie de flora que le permite controlar la voluntad de los hombres —pensó con ligera frustración, pues ver corrompido su trabajo no es algo que le inspirara dicha.
Sus flores eran seres amables que sumían a un individuo en un sueño profundo dentro del que vivían una vida ideal de acuerdo a los deseos de su corazón, es por ello que su raíz se introduce y crece dentro de este órgano, impidiendo a toda costa que el soñador despierte y afronte su verdadero mundo.
Una técnica abominable para muchos, pero ella tuvo una razón muy personal para haberla diseñado así en aquel entonces. Con ella buscó darle paz a su señor, que pudiera dormir eternamente soñando con su mundo perfecto… pero nada quedaba oculto a los ojos de Avanish, y aunque aceptó aquel collar de flores en su cuello, la magia de Hécate fue incapaz de someterlo. —Gracias por el amor que sientes por mí— fueron sus palabras en el momento en que creyó que la asesinaría por su atrevimiento, pero en vez de eso la besó con un amor por el que valía la pena luchar y morir.

Hécate pensaba en ello mientras veía a esa mujer y a ese hombre obligados a pelear entre sí. Volvió a sentir pena por ellos, pero no la suficiente como para intervenir en sus destinos. Decidió que Albert debía encargarse de la situación, pues su sexto sentido le alertaba que su vida peligraba cada segundo que permanecía junto a ese par de santos dorados. Sin anunciarlo, empleó sus poderes para transportarse lejos de ahí, hacia ese lugar al que envió al príncipe de Asgard.
Albert logró cruzar miradas por última vez con Hécate, aceptando su retirada con agrado.

El grito de Hilda de Polaris anticipó la ruptura de su campo de fuerza, cayendo ella de espaldas en el suelo, lastimada, pero no lo suficiente como para soltar su lanza de guerra. Abrió los ojos al mismo tiempo en que quiso ponerse de pie, pero para entonces ya Bud estaba sobre ella, apretándole el cuello con una mano mientras la otra se mantuvo en el aire, con las garras alargadas listas para asestar el golpe de gracia.
Por la presión en su cuello, Hilda fue incapaz de hablar, pero su sola mirada suplicante bastó para detener por unos segundos más su ejecución.
Sintió la mano de Bud temblando en su garganta, y vio con claridad que la garra homicida luchaba por mantenerse lo más alejada que pudiera de ella. Para Hilda era claro el esfuerzo del dios guerrero por no sucumbir ante el maleficio impuesto por la amazona de Piscis.
Hilda deseaba poder decirle tantas cosas, apelar al amor que sentía genuinamente por él pese al malentendido que golpeó el corazón de Bud días antes, pero sólo sus lágrimas podían exteriorizar sus sentimientos en esos momentos.
Hilda… hazlo— escuchó de Bud, apenas un murmullo que sólo la cercanía le permitió oír.
La sacerdotisa apenas y podía respirar, pero de alguna manera intuyó a qué se refería. Los dos miraron la punta de la lanza negra que ella todavía sujetaba.
No, no puedo —fue el pensamiento de la asgardiana por el que las lágrimas comenzaron a fluir más deprisa—. No me pidas eso, por favor.
No podré resistirlo más —volvió a murmurar, leyendo claramente su sentir—. Hilda, te amo… siempre lo haré… Si tú mueresyo… —un bufido involuntario detuvo sus palabras, ahogando la voluntad del hombre para que el esclavo terminara por cumplir su tarea.
Hilda tuvo menos de un segundo para decidir si entregar su vida o conservarla, aunque eso significara perder al hombre que amaba, pero al mismo tiempo entendía la futura agonía de su esposo si éste le quitaba la vida.
Con la decisión tomada, la reina de Asgard se preparó para las consecuencias, sin embargo cuando la punta de su lanza se partió en dos y la rosa diabólica fue extraída del cuerpo de Bud, entendió que alguien más eligió el curso que tomarían sus vidas.

Hilda quedó perpleja al ver que un santo de oro atravesó con su mano el pecho de Bud, arrancando la rosa de Adonisia con todo y raíz.  La sangre borboteó escandalosamente por la herida y su boca, hasta que el santo presionó ciertos puntos cósmicos en el pecho del asgardiano. Bud tosió una sola vez antes de quedar inconsciente en brazos del santo dorado de Leo, Jack.

Adonisia de Piscis no pudo intervenir en aquel acto inesperado, pues cuando un segundo borrón dorado se precipitó contra ella retrocedió, regresando al lado de Albert quien recibió a aquellos invitados con una sonrisa triunfante.

— No importa lo que hayas planeando para el Santuario, Albert de Géminis, tu insurrección termina aquí y ahora —dijo con gran determinación la amazona dorada de Virgo, Shai.
— Por tu tono, supondré que ya estás al tanto de la situación —dijo Albert, sabiendo que no tenía por qué fingir más.
— ¿Cómo has podido hacerle esto a tus camaradas, a tu propio maestro? ¿Es que acaso no tienes dignidad? —espetó Jack tras dejar a Bud en el regazo de Hilda.
— Los grandes cambios requieren de grandes sacrificios —respondió sin sentirse intimidado—. Y este mundo está por volver cambiar, lo queramos o no. ¿Me juzgan por velar por la  sobrevivencia del Santuario?
— ¿Vendiéndonos al enemigo? —replicó la amazona de Virgo—. No, tu charada de hombre bueno no va a seguir engañándonos, mejor acepta que sólo has actuado para beneficio propio.
— ¿De verdad quieren hacer esto? —cuestionó Albet, señalando al gigantesco monstruo que acaparaba el cielo —. Mientras el mundo claramente se desmorona y hasta el cielo ha enviado a sus ángeles a atacarnos, ¿piensan emplear sus fuerzas contra el Santuario? Aún pueden tener una oportunidad si me aceptan como el nuevo representante de Atena en este mundo—dijo, casi sonando sincero, pero en su rostro no podía ocultarse su malignidad.
— ¿La misma que le diste a Nauj? —preguntó el santo de Leo con resentimiento, sabiendo de antemano lo ocurrido con el santo de Libra.
— No pensamos inclinar la cabeza ante ti —aclaró Shai de manera contundente—, quien al no obtener el apoyo del Santuario ha sometido a sus habitantes y eliminado a aquellos que fue incapaz de controlar. Eres un mal que debe ser erradicado de este mundo.
— Secundo la moción —dijo una tercera e inesperada voz que Albert reconoció a la perfección.
Albert miró fijamente a un revivido Nauj de Libra subiendo las escaleras.
— ¿Qué pasa, Géminis? Por tu expresión pareciera que acabas de ver un fantasma —el santo de Libra sonrió ampliamente.

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Reino Submarino de Poseidón.

Cuando la puerta al Erebo se abrió en este plano de existencia para impregnar al planeta con su veneno, el dios del mar lo percibió cual hubiera ocurrido bajo sus propios pies. Retumbaron en sus oídos los gemidos del mundo y los de las bestias impías que clamaban cuerpos humanos.
La visión omnisciente que mantenía sobre su reino y súbditos le permitió saber el  holocausto que se cernía sobre la Tierra.
Bajo el mar, su séquito estaba fuera del alcance de tal maldición, por lo que cuando las primeras de las islas que formaban parte de sus dominios comenzaron a verse afectadas, ordenó al océano batir sus aguas y hundir cada una de ellas. Con su poder divino, las nueve islas se sumergieron bajo el agua cual domos de salvación, impidiendo que la mayoría de sus súbditos fueran convertidos en recipientes para almas oscuras, y conteniendo a los que fueron transformados.

Ordenó a Enoc, Dragón del Mar, comandar las tropas y controlar la situación en las islas dañadas; así como enviar a quienes podían llevar la calma a los consternados y confundidos humanos de su reino.

Poseidón decidió permanecer en su Palacio, desde donde podía seguir con cautela los acontecimientos, y no sólo los que ocurrían en el océano.
En su mente fueron claras las imágenes de aquel apartado lugar en el desierto donde la puerta al Erebo fue abierta, de las batallas que allí se libraban y el alcance de la maldición que asolaba cada región que tocaba el astro rey. En la superficie, la situación se mostraba incontrolable, no podía serle indiferente pues si todos esos seres humanos se convertían en bestias indomables serían enemigos que codiciarían su reino. No ponía en duda el poder de su ejército para destruir a cada uno de ellos, mas ni cualquier diluvio que pudiera invocar sobre la tierra sería capaz de eliminar por completo el veneno primordial que se extiende rápidamente. Además, eliminar a los humanos era algo que no deseaba, no ahora que era capaz de albergar fe en ellos y confiar en que cada uno, en el orden impuesto por el universo, estaba allí para cumplir un papel.

Mas antes de que los gigantes dorados, extensiones nacientes de la misma Gea, salieran en pos de la humanidad, Poseidón fue capaz de detectar un peligro aún mayor aproximándose al planeta

Apolo — pudo sentirlo, su voluntad trabajando en el núcleo del astro rey, a través del cual desató un castigo divino contra la Tierra.
Una prominencia solar emergió de las ardientes capas de la estrella cercana, liberando una llamarada que se dirigía hacia el planeta azul.
Dentro de su ser, Poseidón entendía las razones por las que el hijo de Zeus probablemente decidió intervenir, pero aquello también significaba una afrenta, no al pacto, sino contra su reino.
En todo el mundo, justo ahora, no existía nadie capaz de frenar tal calamidad que no fuera él. Pensó en las Moiras, y las sonrisas en sus rostros mientras hilaban aquel momento en que lo colocaron como el dios protector de la humanidad.

Sólo Sorrento de Siren y Tethis lo acompañaron por el largo camino que terminaba bajo las escalinatas que conducían a las puertas del Sustento Principal.
— ¿Está seguro de esto, Emperador? —cuestionó una última vez Sorrento, quien junto a Tethis no se atrevía a pisar el primer escalón por el que Poseidón había comenzado a ascender.
Julián Solo se detuvo un momento, girando un poco para contemplar a sus dos sirvientes, aquellos que más tiempo le han servido y acompañado.
Sorrento se disculpó inclinando la cabeza y retrocediendo un paso, pues la tranquila mirada de Poseidón le recordó que no debía cuestionar las decisiones de su dios.
— Es la mejor opción, de otra manera mi poder podría causar un daño irreversible a este mundo —explicó, entendiendo la preocupación de su leal amigo—. Dentro del Sustento Principal podré contrarrestar la llamarada solar de Apolo… Pero también es para evitar cualquier tipo de interrupción —confesó—. Lo conozco bien, sé que en el momento en que encuentre resistencia, enviará a sus guerreros para intentar detenerme.
— No lo permitiremos —Tethis aseguró.
— No le volveremos a fallar, Emperador— secundó Sorrento, dispuesto a dar su vida con tal de cumplir tal promesa.
— Ni yo a ustedes —Poseidón dijo, para sorpresa de los oyentes. Les dedicó una última mirada antes de proseguir su camino, abrir las compuertas del pilar y sellarlas tras de sí.

Sus pasos retumbaron dentro del gran pilar, hueco en su interior, pero poseedor de una resistencia capaz de sostener el peso del océano. En la oscuridad, encontró su lugar en el centro de la plataforma. Con un pensamiento, el tridente de los mares apareció en su mano derecha y lo apuntó hacia el techo tal cual desafiara a un enemigo cercano.
Su cosmos inmediatamente inundó el interior del gigantesco pilar, dando inicio su batalla personal contra el dios del sol.




FIN DEL CAPÍTULO 57

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